INSURRECCIÓN

Por Comité Invisible (2007)

La comuna es la unidad elemental de la realidad partisana. Una escalada insurreccional no puede ser más que una multiplicación de comunas, su conexión y su articulación. Según el curso de los acontecimientos, las comunas se fundan sobre entidades de mayor envergadura o incluso se dividen. Entre una banda de hermanos y hermanas unidos “a vida o muerte” y la reunión de una multiplicidad de grupos, de comités, de bandas para organizar el aprovisionamiento y la autodefensa de un barrio, incluso de una región sublevada, no hay más que una diferencia de escala, son indistintamente comunas. Cualquier comuna no puede tender sino a la autosubsistencia y experimentar en su seno el dinero como algo insignificante y, por decirlo del todo, descolocado. El poder del dinero es el de fabricar un vínculo entre los que carecen de vínculos, el de vincular a los extranjeros en tanto que extranjeros y, de ese modo, poniendo cualquier cosa en equivalencia, poner todo en circulación. La capacidad del dinero de vincularlo todo se compensa por la superficialidad de este vínculo en el que la mentira es la regla. La desconfianza es el fondo de la relación crediticia. El reino del dinero debe ser siempre, por este hecho, el reino del control. La abolición práctica del dinero no se puede conseguir más que por la extensión de las comunas. La extensión de las comunas debe obedecer en cada caso a la preocupación por no exceder cierto tamaño, más allá del cual pierde el contacto consigo misma y suscita casi sin excepción una casta dominante. La comuna preferirá entonces dividirse y de este modo extenderse, al tiempo que previene una salida desgraciada. El sublevamiento de la juventud argelina, que alcanzó a toda la Kabilia en la primavera de 2001, se convirtió en una toma casi completa del territorio, atacando a los policías, los tribunales y todas las representaciones estatales, generalizando el motín hasta la retirada unilateral de las fuerzas del orden, hasta impedir físicamente la celebración de las elecciones. La fuerza del movimiento estará en la complementariedad difusa entre los múltiples componentes — aunque no fuesen más que parcialmente representados por las interminables y desesperantemente masculinas asambleas de los comités de pueblo y otros comités populares. Las “comunas” de la siempre hirviente insurrección argelina tienen unas veces el rostro de estos jóvenes “quemados” con gorra lanzando botellas de gas a las CNS desde el tejado de un inmueble de Tizi Ouzon, otras veces la sonrisa socarrona de un maquis embutido en su burnous, a veces también la energía de las mujeres de un pueblo de montaña haciendo funcionar, contra viento y marea, las culturas y la crianza tradicionales, sin las que los bloqueos económicos de la región nunca hubiesen podido ser tan repetidos ni tan sistemáticos.

Encender el fuego de cualquier crisis

“Es necesario además añadir que no se podría tratar al conjunto de la población francesa. Será preciso entonces elegir”. Así resume un experto en virología a Le Monde, el 7 de septiembre de 2005, lo que sucedería en caso de una pandemia de gripe aviar. “Amenazas terroristas”, “catástrofes naturales”, “alertas virales”, “movimientos sociales” y “violencias urbanas” son para los gestores sociales otros tantos momentos de inestabilidad en los que asientan su poder mediante la selección de lo que les complace y la destrucción de lo que les incomoda. Esta es así también, lógicamente, para cualquier otra fuerza la oportunidad de sumarse o de hundirse, tomando el partido contrario. La interrupción de los flujos de mercancías, la suspensión de la normalidad —basta ver el retroceso de la vida social en un edificio bruscamente privado de electricidad para imaginar en lo que podría convertirse la vida en una ciudad privada de todo— y del control policial liberan potencialidades de autoorganización impensables en otras circunstancias. A esto no escapa nadie. El movimiento revolucionario obrero lo comprendió perfectamente, haciendo de las crisis de la economía burguesa los puntos culminantes del incremento de su fuerza. Hoy, los partidos islámicos son más fuertes que nunca allí donde han sabido suplir inteligentemente la debilidad del Estado, por ejemplo: durante la ejecución de los socorros tras el terremoto de Boumerdes en Argelia, o en la asistencia cotidiana a la población del Líbano Sur destruido por el ejército israelí.

Como mencionamos antes, la devastación de Nueva Orleans por el huracán Katrina dio la ocasión a todo un sector del movimiento anarquista norteamericano de adquirir una desconocida consistencia reuniendo a todos los que, sobre el terreno, resistieron a la evacuación forzosa. Los comedores de campaña suponen haber pensado previamente en el aprovisionamiento; la ayuda médica de urgencia exige que se hayan adquirido el conocimiento y el material necesarios, igual que la instalación de emisoras de radio. Lo que tienen de alegría, de superación del enredo individual, de realidad tangible insumisa al orden cotidiano y del trabajo garantiza la fecundidad política de experiencias similares. En un país como Francia, en el que las nubes radiactivas se detienen en la frontera y donde no se teme construir una cancerópolis sobre el antiguo emplazamiento, tipo Sevesso, de la fábrica AZF, son menos reales las crisis “naturales” que necesitan contabilizarse que las crisis sociales. Es a los movimientos sociales a quienes habitualmente corresponde interrumpir el curso normal del desastre. En efecto, estos últimos años, las diversas huelgas fueron principalmente ocasiones para el poder y las direcciones de las empresas para probar su capacidad de mantener un “servicio mínimo” cada vez más amplio, hasta restituir la interrupción del trabajo a una pura dimensión simbólica — apenas más molesta que una nevada o un suicidio en la calle. Pero transformando las prácticas militantes establecidas por la ocupación sistemática de los establecimientos y el bloqueo permanente, las luchas estudiantiles de 2005 contra el CPE han recordado la capacidad de causar daño y de ofensiva difusa de los grandes movimientos. Las bandas que han sido originadas a su estela, han dejado entrever bajo qué condiciones los movimientos pueden convertirse en lugar de nacimiento de nuevas comunas.

Sabotear cualquier instancia representativa.

Generalizar la discusión.

Abolir las asambleas generales.

Cualquier movimiento social se enfrenta como primer obstáculo, antes que con la policía propiamente dicha, con las fuerzas sindicales y con toda esta microburocracia con vocación de dirigir las luchas. Las comunas, los grupos de base, las bandas desconfían espontáneamente de ellas. Esto es así porque los paraburócratas han inventado hace veinte años las coordinaciones que, con su ausencia de etiqueta, tienen los aspectos más inocentes, pero que no dejan de habitar en el terreno ideal de sus maniobras. Que un colectivo despistado intente la autonomía y ellos volverán a vaciarle de cualquier contenido eliminando resueltamente las cuestiones correctas. Son salvajes, se irritan; no por la pasión del debate sino por su vocación de conjurarle. Y cuando su defensa encarnizada de la apatía puede al fin con el colectivo, explican el fracaso por la falta de conciencia política. Hay que decir que en Francia, particularmente gustosa de la actividad furiosa de las diferentes capillas trotskistas, no es el arte de la manipulación política lo que le falta a la juventud militante. Tras el incendio de 2005, no será ella quien haya sacado esta lección: cualquier coordinación es superflua allí donde existe coordinación, las organizaciones están siempre de más allí donde (ellos) se organizan. Otro reflejo consiste en, al menor movimiento, hacer una asamblea general y votar. Es un error. El simple objetivo del voto, de la resolución a conseguir, basta para convertir la asamblea en una pesadilla, para construir el teatro en el que se enfrentan todas las pretensiones de futuro. Sufrimos esto como el mal ejemplo de los parlamentos burgueses. La asamblea no se constituye por la decisión sino por la palabra, por la palabra libre practicada sin objetivo.

La necesidad de reunirse es tan constante, entre los humanos, como extraña la necesidad de decidir. Reunirse responde a la alegría de experimentar una potencia común. Decidir no es vital más que en las situaciones de emergencia, en las que el ejercicio de la democracia está realmente comprometido. El resto del tiempo, el “carácter democrático del proceso de toma de decisión” no es el problema más que para los fanáticos del procedimiento. No hay que criticar las asambleas ni abandonarlas, sino que hay que liberar la palabra, los gestos y los juegos entre los seres. Basta con observar que nadie llega con un solo punto de vista, una moción, sino con deseos, apegos, capacidades, fuerzas, tristezas y una cierta disponibilidad. Si así se consigue destruir el fantasma de la Asamblea General en beneficio de una asamblea de presencias tal, si se consigue desbaratar la siempre renaciente tentación de hegemonía, si se deja de establecer la decisión como finalidad, existen algunas oportunidades de que se produzca una de esas tomas de postura masivas, uno de esos fenómenos de cristalización colectiva en los que una decisión se apodera de los seres, en su totalidad o solamente en parte.

Lo mismo vale para decidir las acciones. Partir del principio de que “la acción debe ordenar el desarrollo de la asamblea”, convierte en imposible tanto la pasión del debate como la acción eficaz. Una asamblea numerosa de gentes ajenas entre sí se condena a necesitar especialistas en la acción, es decir a delegar la acción para controlarla. De un lado, la acción de los comisionados está atascada por definición, por otro nada les impide engañar a todo el mundo. No hay que plantear una forma de acción ideal. Lo esencial es que la acción tenga una forma, que la suscite y no la padezca. Esto supone compartir una misma posición política, geográfica —como las secciones de la Comuna de París durante la Revolución francesa— y compartir también el mismo saber circulante. En cuanto a decidir las acciones, el principio podría ser este: que cada uno reconozca el terreno, que se recorten las informaciones, y la decisión llegará por sí sola, nos alcanzará más que nosotros a ella. La circulación del saber anula la jerarquía, iguala por arriba. Comunicación horizontal, proliferante, es también el mejor modo de coordinación de las diferentes comunas, para acabar con la hegemonía

Obstaculizar la economía, pero adaptar nuestra potencia de bloqueo a nuestro nivel de autoorganización

A fines de junio de 2006, en todo el estado de Oaxaca, las ocupaciones de ayuntamientos se multiplican, los insurgentes ocupan los edificios públicos. En algunas comunidades, expulsan a los alcaldes y requisan los vehículos oficiales. Un mes más tarde, se bloquea el acceso a ciertos hoteles y complejos turísticos. El ministro de Turismo habla de catástrofe “comparable al huracán Wilma”. Algunos años antes, el bloqueo se convirtió en una de las principales formas de acción del movimiento argentino de contestación, los diferentes grupos locales se prestan socorro mutuo bloqueando tal o cual eje, amenazando permanentemente, con su acción conjunta, con paralizar todo el país si no se satisfacían sus reivindicaciones. Tal amenaza fue durante mucho tiempo una potente palanca en manos de los ferroviarios, electricistasempleados del gas, camioneros. El movimiento contra el CPE no ha dudado en bloquear estaciones, periféricos, fábricas, autopistas, supermercados e incluso aeropuertos. En Rennes, no se necesitaron más de trescientas personas para inmovilizar la carretera durante horas y provocar cuarenta kilómetros de atascos.

Bloquearlo todo, es en adelante la primera reflexión de todo el que se alce contra el orden presente. En una economía deslocalizada, en la que las empresas funcionan por flujo tenso, donde el valor deriva de su conexión en red, donde las autopistas son los eslabones de la cadena de producción desmaterializada que va de subcontrato en subcontrato y de allí a la cadena de montaje, bloquear la producción es también bloquear la circulación. Pero no se puede tratar de bloquear más de lo que permite la capacidad de abastecimiento y de comunicación de los insurgentes, la organización eficaz de las diferentes comunas. ¿Cómo alimentarse una vez que todo está paralizado? Saquear los comercios, como se hizo en Argentina, tiene sus límites; por inmensos que sean los templos del consumo, no son despensas infinitas. Adquirir durante la vida la aptitud para procurarse la subsistencia elemental implica entonces apropiarse de sus medios de producción. Y en este punto, parece inútil esperar mucho tiempo. Dejar, como en la actualidad, al dos por ciento de la población el encargo de producir los alimentos de los demás es una estupidez tanto histórica como estratégica.

Liberar el territorio de la ocupación policial.

Evitar en lo posible el enfrentamiento directo

“Este asunto pone de relieve que no nos enfrentamos a jóvenes que reclaman avances sociales sino a individuos que declaran la guerra a la República”, apuntaba un poli lúcido a propósito de las recientes emboscadas. La ofensiva tendente a liberar el territorio de su ocupación policial es voluntaria, y puede contar con las inagotables reservas de resentimiento que estas fuerzas han acumulado en su contra. Los propios “movimientos sociales” son ganados poco a poco por la rebelión, no menos que los juerguistas de Rennes que se enfrentaron a las CRS en el año 2005 todas las noches de los jueves o los de Barcelona que recientemente, durante un botellón, devastaron una arteria comercial de la ciudad. El movimiento contra el CPE ha visto el regreso habitual del cóctel molotov. Pero en esto, ciertos barrios se quedan obsoletos. Especialmente respecto a esta técnica que se perpetúa desde hace tiempo: la emboscada. Como el 13 de octubre en Épinay: patrullas de la BAC, tras 23 horas de servicio, recibían una llamada denunciando el robo en una rulote; a su llegada, uno de los equipos ”se encontró bloqueado por dos vehículos atravesados en la calle y más de una treintena de individuos, portando barras de hierro y armas de mano que lanzaron piedras al vehículo y utilizaron gas lacrimógeno contra los policías. A menor escala, se piensa en las comisarías de barrio atacadas durante las horas de cierre: cristales rotos, coches incendiados.

Una de las experiencias adquiridas por los últimos movimientos es que una verdadera manifestación, en adelante, es “ilegal”, sin notificación a la prefectura. Pudiendo elegir el terreno, se tendrá cuidado, como el Black Bloc, en Gênes en 2001, de evitar las zonas calientes, de huir del enfrentamiento directo y, determinando el trayecto, hacer correr a los polis en lugar de correr tras la policía, especialmente sindical, especialmente pacifista. Se ha visto entonces que un millar de personas determinadas hace recular furgones enteros de carabinieri para incendiarles finalmente. Lo importante no es estar mejor armado sino tener la iniciativa. El valor no es nada, la confianza en el valor propio es todo. Tener la iniciativa ayuda. Todo incita, sin embargo, a considerar las confrontaciones directas como puntos de fijación de las fuerzas contrarias que posibiliten manejar los tiempos y atacar en otros lugares — incluso muy cerca.Que no se trate de impedir que una confrontación tenga lugar ni se confunda con una simple diversión. Hostigar a la policía, es hacer que estando por todas partes no sea eficaz en ninguna. Cada acto de hostigamiento despierta esta verdad dicha en 1842: “La vida del agente de policía es penosa; su posición en la sociedad es tan humillante y despreciada como la del propio crimen (…) La vergüenza y la infamia le rodean por todas partes, la sociedad le expulsa de su seno, le aísla como a un paria, le escupe su desprecio con la paga, sin remordimientos, sin excusas, sin piedad (…) el carnet de policía que lleva en su cartera es una patente de ignominia”. El 21 de noviembre de 2006, los bomberos que se manifestaban en París contraatacaron a las CRS a martillazos e hirieron a quince. Esto para recordar que “tener la vocación de ayudar” nunca podrá ser una excusa válida para entrar en la policía.

Estar armado. Hacer todo lo posible para volver innecesario su uso. Frente al ejército, la victoria es política.

No existe una insurrección pacífica. Las armas son necesarias: se trata de hacer lo posible para hacer que su uso sea innecesario. Una insurrección es antes una toma de las armas, una “permanencia armada”, más que el paso a la lucha armada. Es importante distinguir el armamento del uso de las armas. Las armas son una constante revolucionaria aunque su utilización sea poco frecuente, o escasamente decisiva, en los momentos de grandes cambios:  de agosto de 1792, 18 de marzo de 1871, octubre de 1917. Cuando el poder está en el arroyo, basta con pisotearle. Desde la distancia que nos separa, las armas han adquirido este carácter doble de fascinación y repulsión, que solo su manejo permite superar. Un auténtico pacifismo no puede consistir en el rechazo de las armas, sino solamente de su uso. Ser pacifista sin poder disparar no es más que la teorización de una impotencia. Este pacifismo a priori corresponde a una suerte de desarme preventivo, es una pura operación policial. En realidad, la cuestión pacifista solo se toma en serio cuando tiene el poder de disparar. Y en este caso, el pacifismo será por el contrario, señal de potencia, pues solo desde una extrema posición de fuerza se está liberado de la necesidad de abrir fuego. Desde un punto de vista estratégico, la acción indirecta, asimétrica, parece la más provechosa, la mejor adaptada a la época: no se ataca frontalmente a un ejército de ocupación. Por lo tanto, la perspectiva de una guerrilla a la iraquí, que se atascaría sin posibilidad de ofensiva es mejor temerla que desearla. La militarización de la guerra civil es el fracaso de la insurrección. Los Rojos pueden triunfar en 1921, la Revolución rusa ya está perdida.

Es preciso considerar dos tipos de reacción estatal. Una de franca hostilidad, otra más solapada, democrática. La primera, llamando a la destrucción sin rodeos; la segunda, una hostilidad sutil, pero implacable: solo espera alistarnos. Se puede ser derrotado por la dictadura tanto como por el hecho de estar reducido a no poder oponerse más que a la dictadura. La derrota no consiste tanto en perder una guerra como en perder la oportunidad de conducir la guerra. Los dos son sobradamente posibles, como lo demuestra la España de 1936: por el fascismo, por la república, los revolucionarios fueron doblemente derrotados. Cuando las cosas se ponen serias, el ejército ocupa el terreno. Su entrada en acción resulta menos evidente. Para ello se necesita un Estado decidido a hacer una matanza, lo que no es posible actualmente sino como amenaza, un poco como el empleo del arma nuclear desde hace medio siglo. Sin embargo, herida desde hace tiempo, la bestia estatal es peligrosa. Con todo para enfrentarse al ejército, se necesita una gran multitud, disolviendo las jerarquías y fraternizando. Se necesita el 18 de marzo de 1871. El ejército en las calles es una situación de insurrección. El ejercito en acción, es el resultado precipitándose. Cada uno se ve llevado a tomar una postura, de escoger entre la anarquía y el miedo a la anarquía. Una insurrección triunfa como fuerza política. Políticamente, no es imposible poder con un ejército.

Destituir a las autoridades locales. 

La cuestión, para una insurrección es llegar a hacerse irreversible. La irreversibilidad se alcanza cuando se ha vencido, al mismo tiempo que a las autoridades la necesidad de autoridad, al mismo tiempo que a la propiedad el placer de tener, al mismo tiempo que a toda hegemonía el deseo de hegemonía. Esto sucede porque el proceso insurreccional contiene en sí la forma de su victoria o la de su derrota. En materia de irreversibilidad, la destrucción nunca ha sido suficiente. Todo reside en el modo. Existen maneras de destruir que inevitablemente provocan el retorno de lo que se ha destruido. Quien se encone con el cadáver de un orden asegura despertar la vocación de vengarle. Por eso, donde la economía está bloqueada, donde la policía está neutralizada es importante hacer el menor énfasis posible en el derrocamiento de las autoridades. Serán depuestas con un atrevimiento y una ironía escrupulosas. En esta época, el final de las centralidades revolucionarias responde a la descentralización del poder. Todavía existen los Palacios de Invierno, pero están más dedicados a ser asaltados por los turistas que por los insurgentes. En nuestros días, se pueden tomar París, o Roma, o Buenos Aires sin conseguir la solución. La toma de Rungis tendría seguramente mayores consecuencias que la del Elíseo. El poder ya no se concentra en un lugar del mundo, es el propio mundo, sus flujos y sus avenidas, sus hombres y sus normas, sus códigos y sus tecnologías. El poder es la propia organización de la metrópolis. Es la impecable totalidad del mundo de la mercancía en cada uno de sus puntos. Por eso, quien le derrota localmente produce una onda de choque planetaria a través de las redes. Los asaltantes de Clichy-sous-Bois han alegrado más de un hogar americano mientras los insurgentes de Oaxaca han encontrado cómplices en pleno corazón de París. Para Francia, la pérdida de centralidad del poder significa el final de la centralidad revolucionaria parisina. Cada nuevo movimiento tras las huelgas de 1995 lo confirma. Esto es porque triunfan las orientaciones más osadas, las más consistentes. Para terminar, París todavía se distingue por ser un simple objetivo de una razzia, un puro terreno del estrago y del pillaje. Breves y brutales incursiones llegadas de fuera atacan el lugar de la máxima densidad nacional de flujos metropolitanos. Los henchidos de rabia son quienes surcan el desierto de esta ficticia abundancia y se desvanecen. Llegará un día en el que esta espantosa concreción del poder que es el capital será completamente destruida, pero esto sucederá al final de un proceso más avanzado por todas partes que allí.

¡Todo el poder a las comunas!